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Por eso no me gusta dormir, porque sé cómo termina ese sueño.

Cristian Vera

Escritor amateur
abril 3, 2018

Desperté a medianoche, como tantas otras veces, y sí, como tantas otras veces, la razón es la misma: soñé contigo.

Como tantas otras veces, soñé que habías decidido quedarte conmigo. Nos casamos, teníamos la casa que queríamos, el trabajo que queríamos, la vida que queríamos; nos teníamos el uno al otro. Aún no teníamos hijos, pero ello no nos causaba pena; ya llegarían. Cada mañana era una rutina, de esas buenas, de esas que hacen aplaudir y brincar al alma. Cada mañana despertaba y veía tu cabello enmarañado, como una selva, abarcando la mayor extensión posible. Cada mañana sonreía con tu sonrisa llena de vergüenza porque no entendías cómo podía amar tanto cabello, cómo podía quererte tanto. Despertabas y, mientras te bañabas, yo preparaba el desayuno: tus eternos huevos preparados de mil maneras. Y mientras cantabas en la regadera, me descubrías como el ser más feliz del mundo. Nos casamos y dejaste el canto, aunque nunca dejaste de cantar, solo que ahora solo cantabas para mí, dos veces al día: la primera en la ducha, la segunda al final del día. Ya llegaré ahí, déjame seguir contándote.

Desayunabas de prisa, como siempre, porque tardabas mucho tiempo en el baño, como siempre. Amaba la rutina de verte apurada, tratando de escapar de mis brazos, porque no paraba de abrazarte cuando ya te ibas. Y cuando te soltaba, ya no querías irte. Era el mismo cuento cada día: verte reír mientras te dejaba escapar sin ganas de escapar.

No trabajábamos juntos. Lo intentamos al principio, pero no funcionó; al parecer, es verdad que las personas necesitan espacio para desarrollarse. Juntos, pero no revueltos.

Me iba al trabajo y el resto del día no pensaba en ti. No pensaba en ti porque te sentía en mi pecho en cada cosa que hacía, y todo era una rutina para la mejor parte del día: regresar a casa.

Siempre llegabas primero, así que siempre encontraba esa calidez que llevabas a todos lados cuando yo llegaba a casa, mi casa, nuestra casa, mi lugar favorito.

Te abrazaba, olía tu cabello, te besaba y siempre decía una mentira:

—Te extrañé.

Sabías que era mentira, porque nunca te extrañaba. ¿Cómo extrañarte si lo llenabas todo en mi vida? Pero te encantaba escucharlo. Luego me platicabas tu día y, como siempre, te reías mucho, y, como siempre, yo te miraba embelesado. Luego jugaba con tus rodillas, con tus dedos, con tu boca. Me esforzaba por seducirte cada día, y cada día hacíamos el amor totalmente enamorados. Entonces te decía siempre lo mismo:

—Te amo.

Siempre era verdad, y lo sabías, y eso te hacía feliz. Entonces sucedía mi parte favorita del día.

Me cantabas al oído. Tu segundo canto del día. Cada mañana me erizaba la piel al recordarte del día anterior mientras tomabas la ducha. Cada noche era el ser más afortunado de la creación por tenerte en mi vida. Cada noche éramos un nosotros perfecto.

Entonces me invadía un terror. El mismo de siempre, pero nunca fallaba. Las palabras salían de mi boca sin que pudiera evitarlo:

—Amo tenerte en mi vida.

Y, en medio de mi terror nocturno, sabías las palabras que saldrían de tu boca:

—Sabes bien que no estoy aquí.

Entonces despertaba, en medio de la noche.

Por eso no me gusta dormir, porque sé cómo termina ese sueño.

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