Fui a la escuela como cada día: el mismo bus, la misma rutina. El aburrimiento me estaba causando estragos y decidí hacer algo diferente para romper con esa angustiosa monotonía. Entonces, vi a este chico subir al bus. Lo había visto antes, pero siempre trabajando. Tiene una papelería cerca de casa, pero jamás habíamos cruzado palabra fuera de ella. Me le quedé mirando por un buen rato, hasta que me habló para pedirme sentarse conmigo.
Ya viéndolo bien, no está nada mal. Tendrá unos 25 o 26 años a lo mucho. Varias de mis amigas le tienen ganas, pero dicen que es muy serio. Yo le sonreí cuando se sentó, esperando que reaccionara, pero no pasó nada.
Después de diez minutos de camino, me picó la moral que pasara de mí. Así que empecé a tocarme el cabello y a mirarlo a través del espejo del bus. Me alegré cuando lo pillé observándome. Supe que no le era indiferente, así que sonreí y volví la mirada hacia la ventana. Lo seguí mirando de reojo por el reflejo del cristal. En una de esas, me mordí el labio para ver qué hacía. Me sorprendí cuando simplemente pasó de mí y se puso a revisar su celular. ¿Quién se cree que es? ¡Le coqueteé descaradamente y pasó de mí! Pensé que quizá era gay, así que recurrí a algo que nunca falla: crucé las piernas y, discretamente, levanté un poco la falda para que pudiera verlas bien. Lo hice mientras lo miraba a través del espejo y mordía mi labio. Picó.
El chico empieza a gustarme. No se parece a los tarados con los que siempre salgo. Se ve como todo un niño bien, no parece fumar ni beber siquiera. Hasta parece incomodarse con mi asedio. Quizá valga la pena que esto sea más que un simple juego y tratarlo mejor. Una nunca sabe dónde puede encontrar al amor de su vida.
De tanto pensar, no me di cuenta de que el camión se había detenido y él se había bajado… Ensimismada en que podría ser el amor de mi vida, bajé tras él. Cuando me vio, se acercó, me puso contra la pared y me besó con una intensidad que hizo que se me aflojaran las piernas… Mientras, el descarado metía sus manos bajo mi falda, me acariciaba las piernas y luego el vientre, hasta que llegó a mi cosita. Me puse tan nerviosa y mojada que me quedé en blanco y me dejé hacer.
Se apartó un poco de mí y, muy bajito al oído, me susurró: “Sabes dónde encontrarme”.
Lo vi doblar la esquina mientras intentaba recuperarme del shock de lo que había pasado. Entonces recordé algo que mi mamá me enseñó y supe que tenía razón: los callados son los peores.