Ayer me despedí de ti. Por lo menos en mi mente, y con palabras escritas en un breve mensaje, me despedí de ti. Te dije adiós y sentí cómo se me estrujó el pecho. Me sentí valiente, pero destrozado. Me sentí atado a mi libertad. Me sentí libre de no tener que amarte y me odié, porque desde que te conozco, amarte me define, me dirige, me ennoblece.
¿Por qué te he dicho adiós, entonces?
Amarte me duele de la frente a los pies.
Al verte, mis ojos duelen por no dejarlos admirarte; mis oídos zumban por tu voz que se escapa; mi boca se muerde por no besarte; mi garganta se ahoga por no decirte cuánto te amo; mi pecho se agita y mi respiración se interrumpe al tenerte cerca. Mi nariz se hace cómplice de ese aroma que despides y, por eso, se ahoga, reteniendo en mi pecho las sensaciones que provocas. Ni te hablo del terror encabronado que se desata en mi estómago, no vayas a pensar que exagero. Y mi vientre, cuna de todos mis pecados, se deleita con todo lo que sufren mis sentidos por no tenerte, por respirarte aun cuando no estás cerca.
Ese par de gelatinas que llamo piernas no hacen más que temblar cuando pones tus manos sobre ellas… ¿Y me preguntas por qué me río? Me traicionan, las malditas, con tal de que las toques. Y mis pies, los peores traidores de todos, no hacen más que caminar donde han andado tus pasos; detrás de ti, como recogiendo tu andar en una música que no comprenden, pero que les fascina.
¿Cómo no ha de dolerme el cuerpo si te quiere más a ti que a mí?
¿Cómo no ha de dolerme decirte adiós?
¿Y crees que quiero o que me es fácil? Ninguna de las dos. Pero hay uno de todos los malditos traidores que forman mi cuerpo que me apoya en esta locura: mi corazón. Está dolido de saberte en otros brazos, cortado de saber que besas otras bocas, sangrante de saber que amas… Que amas, pero no a él. Se siente… Me siento… Herido, por no poder entrar en tu corazón. Por no tener lo que necesito para que me ames así como amas a aquellos que no te merecen, que no te procuran, que no te aman…
Mis labios se muerden al escribirte, pues sé cuánto me odiarás por no decirte de frente lo que siento. Pero la razón es simple: escucharte decir una vez más que solo puedes verme como un amigo me destroza, me desgasta… Me mata. Me siento morir un poco cada vez que lo repites, y no puedo soportarlo más.
No me voy porque ya no te quiera, sino porque te quiero demasiado. Y un día de estos no podré seguir controlando a todos mis traidores y terminaré rompiendo lo que queda de un “nosotros” que… bueno, no llega a ser un “nosotros”.
Y es una locura, porque antes vivía de tu recuerdo… Ahora de tu presencia… ¿De qué viviré cuando no estés?
Adiós y gracias por devolverme la vida, por sacudirla y darle sentido.
Gracias por sacudir la certidumbre de mi vida.