Anoche, soñando, salimos juntos.
Salimos a caminar. Había un malecón bonito, muy iluminado, con mucha gente, pero estábamos solos. Caminábamos solos.
Yo tenía una bicicleta, bonita, lustrosa, roja, y te invité a subir en ella para llevarte a casa. Pero te dio miedo. Me preguntaste varias veces si iba a poder aguantar tu peso y el mío, si tenía fuerza, si llegaríamos a alguna parte, y yo trataba de explicarte que sí. Trataba de entender por qué alababas mi fuerza y el marcado de mis piernas, pero no querías subir conmigo en mi bicicleta. A dondequiera que fuéramos, no parecías entusiasmada de ir. Creo que te daban miedo las bicicletas. Carlos se llevó mi bicicleta y tú y yo caminamos juntos.
Al llegar a tu casa, traté de darte un beso, pero agachaste la cabeza y te refugiaste con fuerza en mi pecho. Te reíste y me pediste perdón. Yo solo te abracé mientras respiraba el perfume de tu pelo, disfrutando de tu abrazo. Pero duró poco. Me miraste y te quedaste callada frente a mí, sin decir nada. Entonces me besaste con uno de esos besos que no saben a nada, pero que lo son todo. Me besaste con fuerza, presionando tus labios contra los míos, sin decir ni hacer nada. Y en ese instante, que duró menos que eso, me habías besado por fin, solo para decirme que te tenías que meter, que ya era tarde, que hacía frío y tenías que dormir.
Te fuiste y me quedé ahí, con un palmo en las narices, con la cara fría de tanto frío y mi bicicleta roja, que Carlos me vino a dar. Me dejaste ensimismado y sin saber qué pensar. Me dejaste, y yo me fui caminando, sin mi bici roja, con ese frío, para ver si en el resto de mi sueño te podía encontrar.