Me quito la camisa y empuño con fuerza.
He quitado todos los muebles; no irán a estorbar.
Respiro, levanto el marro y golpeo: una, dos, tres veces. Mis músculos no están acostumbrados; después de los primeros diez minutos, mi cuerpo empieza a quejarse, pero no me importa. Sigo. Levanto y golpeo de nuevo: una, dos, diez veces. Me siento agotado. Mi cuerpo me pide que me detenga; yo no estoy hecho para esto. Miro mis manos. Las ampollas se han reventado y están en carne viva, pero no me detengo. Repito: una, dos, diez veces. Respiro con mucha fuerza; apenas puedo mantenerme en pie.
Sí, me estoy castigando.
Destruyo mi cuarto así como destruyo mi vida, con esa facilidad pasmosa que da el tener un objeto contundente. Me doy cuenta de que todo es mi culpa. Lo he echado a perder. Todo es consecuencia de mis actos, un mero reflejo de mis temores. Temor a ser feliz, creo yo.
Creo en la fantasía de que, destruyéndolo todo, podré empezar de nuevo, libre de mí y de mis fantasmas. Un cuarto nuevo, nuevas paredes, nuevos colores, nueva vida.
El no probar alimento me está pasando factura, pues mi cuerpo se ha agotado y apenas puedo levantar el marro.
Miro mi obra: una vida semidestruida y sin energía para empezar de nuevo. Entonces, agotado, sucede lo que tanto traté de evitar: comienzo a pensar.
¿Cómo puedo empezar de nuevo si no estás conmigo? ¿Cuándo estuviste conmigo? ¿Por qué te quiero si no te tuve?
Dudo de si fuiste real. El agotamiento me hace pensar.
¿Y si te inventé para no estar solo?
¿Por qué habrías de quererme si no te conozco?
Azorado, golpeo de nuevo, pero no importa; no puedo dejar de pensar en los detalles que compartimos, en tu voz y tu risa traviesa. Tu acento, tus ojos. Tus ojos de cielo, que añoro.
Derribo la pared mientras elijo creer que no eres real, que una mujer así no se fijaría en mí.
Si no eres real, ¿por qué dueles?
Quizás me volví loco de soledad.
En qué problema nos he metido.