Todo terminó con una pared blanca.
Un buen día me harté de todas las capas de pintura y decidí quitarlas. El trabajo fue arduo y parecía no tener fin, pero, al final, no hubo más pintura que remover. Lo siguiente fue aplicar una capa blanca para uniformar la superficie. Con cuidado y detalle, resané las grietas hasta obtener un lienzo limpio.
Pero yo sabía que, bajo ese lienzo, había una pintura, una vida pugnando por salir. Entonces, empecé a escribir un rostro, unas manos, una silueta. Las letras se volvieron trazos: vestidos, una sonrisa, caricias, una mirada, un brillo perdido en la lejanía.
Todo ese rojo formaba la figura de un pasado que no había muerto: bello, vivo, espléndido, sueños sin enterrar. Finamente, delineé su piel, los dedos de sus manos y de sus pies, el derroche de su andar, su vientre plano, su turgente pecho, la sonrisa que me cautivó, la mirada que me hizo conocer el amor, su cabello frondoso, lleno de vida. Toda ella, en rojo, me miraba desde aquella pared. A su lado, un pasto rojo se perdía en la lejanía, hasta que, después de un rato, se volvió borroso…
El piso se tornó húmedo y viscoso, del mismo rojo que su mirada. No pude hacer más que sentarme, pues las fuerzas me abandonaron. Esa cama carmín, por fin, me estaba dando el reposo que necesitaba. Ese lienzo en blanco se quedó con mi vida; lo pinté con mi sangre para poder despedirme de ella adecuadamente, porque ella, como mi sangre, era mi vida.
Todo terminó con una pared blanca.