Érase una vez, en un reino muy lejano, un joven que, un día, sin esperarlo, quedó profundamente enamorado.
Es mi deber, como juglar, contar esta historia, no sea que olvide y luego invente algo, y alguien me diga que jamás pasó.
Voy a contar desde el principio, pues así es como inician las historias de amor verdadero.
Un día de tantos, mientras el tiempo devoraba impetuoso la vida, sin ánimo ni afán de romance, él la encontró. ¿A quién? ¡A quién más! A la personificación de lo que él conocía como «amor». Diremos que al amor de su vida, a efectos de mayor dramatismo de la historia. Así, por pura ventura, la encontró.
Podemos decir que por casualidad, pero sabemos que eso no existe. El problema no eran fosos de lava ardiente o dragones de bocas humeantes, sino otra coincidencia con esas historias de amor de viejos y mágicos tiempos: ambos tenían apenas 16 años, y como tal, sueños a montones. Ambos supieron que estaban ahí, el uno para el otro. Él, con un alma sosegada, se perdía en ímpetu al verla y saber que era ella, mientras se perdía en sus enormes ojos negros. Ella, retadora e impaciente, no dejaba de mirarle, mientras sus ojos destellaban el fuego del amor recién descubierto, más allá de ella misma. Así es como pasa cuando el amor te atrapa.
Ella le miraba con sus grandes ojos negros, profundos, centelleantes, llenos de misterio; resaltaban sobre su piel blanca, casi diáfana, como si nunca hubiese conocido un sol de mediodía, tan blanca que a él le parecía estar viendo a un ángel. Pensaba que quizá se había dormido y tenía sueños peregrinos de amor a primera vista, pero ahí estaba ella, viviendo, respirando el mismo aire, luciendo un uniforme de gala, envolviéndolo todo con su cabello largo y lacio como negra noche, mirándole de forma fija y penetrante. Sin decir nada, ella se sentó a su lado, mientras él sentía su pecho retumbar de ese nervioso embrujo llamado amor. Sin atreverse a mirarle de frente, le dijo “hola”, mientras ella sonreía en silencio.
Es asombroso cómo cosas tan pequeñas, como una mirada, pueden cambiar el curso de una vida.
Entonces, ella se levantó, subió a un escenario y se transformó ante sus ojos. El verla hablar, vibrar, reír, expresarse con ímpetu desbocado, le hizo saber que dentro de ella se encontraba una pasión sin doblegar, que guardaba una tormenta de emociones detrás del brillo de sus ojos, y que ella le había elegido a él. Entonces, supo que estaba perdidamente enamorado, así, a primera vista, perdido al primer susurro de su voz en el escenario.
Terminó su actuación mientras todos le aclamaban con inusitado júbilo. Era, en verdad, una estrella en ciernes y él estaba enamorado. ¿Cómo no aplaudir desaforadamente? No podía evitarlo; la emoción que se anidaba en su pecho lo embargaba, lo hacía sentir pleno, desaforadamente pleno.
Lo que aconteció después no fue más que un preludio insoportable para el verdadero fin por el que se había quedado: hablar con ella, averiguar su nombre, rozar su mano.
Se desató una tormenta de personas a su alrededor, mientras cada mundo ajeno a su afán se dirigía a su propio camino, y sólo pudo verla a lo lejos, mientras se perdía en ese mar de gente, mirando hacia atrás, despidiéndose con una mirada.
Y ese fue el principio de este amor.
No todas las historias tienen un final feliz, y ciertamente esta historia no terminó aquí; fue, tan solo, el preludio de aquello que comenzó.