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Era hora de una aventura.

Cristian Vera

Escritor amateur
septiembre 1, 2018

Miré el reflejo frente a mí; me veía cansada, sí, agotada, más bien al punto de la extenuación, pero necesitaba salir de este enclaustro. Ir a casa, donde no había nadie, significaba continuar con la espiral de depresión que me abordaba desde hacía unos meses. Rafa me había hecho daño, mucho daño. No pude precisar cuánto, pero sabía que no lo quería más en mi vida; sin embargo, era incapaz de echarlo de ella. ¿Por qué tenía que estar disponible cada vez que necesitaba mi ayuda? Miré mis ojos al punto del llanto; abusar de mi trabajo para olvidar mis penas empezaba a causar estragos: tenía ojeras, mi piel palidecía, el cabello desastroso, incluso el maquillaje se había difuminado. ¿En quién me estaba convirtiendo y por qué lo permitía?

Decidí que no iba a tolerarlo más, que no iba a encerrarme en casa a rumiar mi desatino amoroso; mis malas elecciones no tenían por qué marcar mi destino de forma tan profunda. Es verdad que estaba muy enamorada y había hecho planes de una vida con él, pero que él decidiera echarlos a la basura no me convertía en basura. La basura era él por no valorarme.

Lavé mi rostro y me obligué a tener mejor ánimo, me maquillé y salí a la calle, no sin antes abandonar mi bata. Me dirigí al centro de la ciudad; necesitaba belleza en mis ojos para recordarme la verdadera razón de tanto esfuerzo. No depender de nadie era mi motor, y iba a demostrarme que ni aún en la aflicción, ni siquiera con el corazón roto, iba a permitir que otro destrozara mi vida.

Meditando en las cosas que me creaban un mejor ánimo, llegué a Bellas Artes, descansando mis ojos ante el portento de lo que es capaz un artista inspirado. Subí a la cafetería sin techo que se encuentra enfrente y me dispuse a observar la belleza del día. Era un día precioso, soleado, lleno de maravillas. En días así me daba cuenta de lo pequeños que somos los humanos y lo diminutas que son nuestras calamidades. Disfrutaba de un delicioso té chai latte cuando empezó a nublarse. Tal parecía que mi día soñado tenía ganas de ensombrecerse, así que decidí salir de ahí antes de que el chaparrón me alcanzara. Fue una buena mañana hasta donde alcancé a disfrutarla.

Caminé a la entrada del metro Bellas Artes. Me pareció que el día era lo suficientemente bonito para disfrutarlo un poco más, así que seguí caminando. Habría otra entrada más adelante, así que lo disfrutaría cuanto pudiera.

El tacón de mis zapatos sonaba al andar. Era un click clack divertido, con ritmo, era el sonido de mi personalidad desbordante, planeando nuevas alegrías mientras caminaba traviesa hacia una nueva aventura, sin planearla, sin meditarla, solo descubriendo un mundo de posibilidades al alcance de mis pasos. Reparé en una heladería y pensé que no sería mala idea comer helado mientras aún hubiese un resquicio de sol; ya podría resguardarme en el metro sin perder mi helado en caso de que lloviera.

Había un chico ahí, alto, rubio, de ojos claros; claramente era extranjero. Mientras conseguía mi helado, no pude evitar pensar en que, además, era muy guapo. Con ese pensamiento en mi cabeza y una mirada traviesa, di las gracias y seguí caminando al metro, no sin antes derrochar esa mirada sobre ese guapo joven. Esbocé una sonrisa y continué mi camino, ahora un poco más segura de mí misma, porque me devolvió el flirteo.

Click, clack, click clack, sonaban mis tacones mientras disfrutaba mi helado, pero había otro sonido acompañándome. Unísono a mis tacones se escuchaban un par más con un golpe más sordo: clack, clack, clack. Pasé por un espejo y el joven guapo venía detrás de mí. Pensé que era afortunada de que caminase en la misma dirección, así podría verlo un poco más. Realmente era muy guapo, guapísimo.

Antes de entrar al metro, me entretuve en uno de los infinitos puestos que siempre hay. Pensé que eso me daría tiempo para verlo entrar y poder admirarlo un poco más. Realmente me parecía guapísimo.

Realmente no veía nada en el puesto; lo veía a él, de reojo, claro, así que creo que me ruboricé cuando noté que se había detenido a mi lado. No a curiosear, eso era muy obvio; se había detenido a mi lado, mirándome. No supe qué hacer, así que volteé hacia él y esbozó una sonrisa. ¿A cuántas chicas habrá conquistado con esa sonrisa?

Empezó a hablar y, tratando de darse a entender, me pedía indicaciones para llegar a un museo del cual no tenía idea de que existía. Pero le dije que podía ayudarle a preguntar para que diera con él. Debió pensar que los mexicanos éramos muy amables, porque dijo que si podía invitarme un café en agradecimiento, que el museo no importaba y que ya podría encontrarlo después.

Entramos en la cafetería más cercana a disfrutar de algo caliente. El viento era más frío, y fue bueno sentir el líquido espeso de ese capuchino hacer vibrar mi pecho y entrañas con ese calor rico que solo un café delicioso puede dar. Además, Jules era una compañía excelente. Aunque su español era más bien limitado, era gracioso, atento y encantador. Movía sus manos al hablar, y yo no podía pensar más que en sus dedos largos y finos, en lo grandes que eran y en el tacto que tendrían. Su acento francés me descolocaba y me hacía sentir en una nube irreal donde yo era la protagonista de la historia, donde todo era bonito y habría, sin dudarlo, un final feliz.

Rápidamente pasó una hora, y aunque llovió momentáneamente, el agua en la calle era apenas perceptible, así que caminamos un poco por el centro de la ciudad. Mientras veíamos la belleza de los edificios, tomó mi mano, y aunque me turbé y ruboricé, no hice nada por alejarlo. La noche empezaba a asomarse, así que, pendiente de que este ángel que apareció en mi vida no fuera a perderse, lo llevé a la puerta de su hotel.

Al soltar mi mano y despedirse, vi tristeza en su mirada. No avanzaba, se quedaba ahí, estático, mirándome. Su mirada bailaba de mis ojos a mi boca, y sin querer, mordí mi labio por el deseo y nerviosismo de que fuese a besarme. Y sí, me besó, y sentí un aluvión de sensaciones que extrañaba por su frescura. Ese primer beso siempre es delicioso cuando lo deseas como yo lo deseaba. Lo deseaba muchísimo.

Tap, tap, tap tap tap, se escuchaba la lluvia. ¡La lluvia! Un trueno y su relámpago me sacaron del ensoñamiento. El chaparrón cayó con toda su fuerza y la idea de esta despedida ideal se esfumó de mi cabeza. Abracé a Jules con fuerza y el calor de su pecho me embargó. Dejó de importarme la lluvia. Todo podía salir bien si sentía su calor.

Pasé cinco minutos en sus brazos que se me antojaron eternos y plácidos, y me invitó a pasar a su cuarto. Embelesada con sus maneras, no dudé en ello. Era hora de una aventura.

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