Miré mis manos otra vez.
Eran las mismas de siempre: pequeñas, toscas, sin talento. Alguna vez creí que servirían para la música, pero después de más de un año intentándolo, me di cuenta de que no llegaba a ninguna parte. Volví a mirarlas. Sí, eran las mismas manos. Las mismas torpes, a las que todo se les caía; las que, incluso para escribir, eran inhábiles. Palurdas, sin gracia para la cocina o cualquier trabajo artesanal. Las mismas que chocaban con todo, derramaban todo, estropeaban todo. Sí, eran mis manos, sin duda.
Anoche las besaste. Dijiste que me amabas y que adorabas su tacto.
Las veo ahora y soy feliz.