Desde lo alto del banquillo, con la cuerda ajustada al cuello, el alma en vilo y el miedo cerrando su garganta aún más que la presión de la soga, no podía pensar en otra cosa que el mensaje en esa nota.
«No se culpe a nadie de mi muerte».
Sabía que en el fondo ello era verdad, no podía culpar a nadie, la decisión la había tomado solo. Nadie le había empujado, ejercido coerción o motivado, ni sabían de la depresión que le acompañaba desde hacía tanto tiempo, porque era tan hermético que lloraba a oscuras, a solas, por las noches; y no compartía detalles de su tristeza bajo ninguna circunstancia.
Cierto era que infinidad de veces familiares y amigos se acercaron a preguntar si estaba bien. A todos les era extraño que se hubiese deshecho de sus muebles y conservará únicamente su cama y ropa; «no necesito más de momento» fue siempre la bandera que usó como excusa a lo que él llamó «cerrar círculos». Ello incluyó dejar de salir y visitar amistades, imponiendo excusas antes que razones verdaderas para no dejarse ver; su rutina se volvió ir del trabajo a casa y viceversa, donde solo se ocupaba de llorar y dormir.
«No se culpe a nadie de mi muerte».
Esa frase tan díscola retumbó en su mente; le asaltó el recuerdo de la serie de circunstancias que le llevaron a creer que era la mejor opción: las rupturas, los engaños, la sensación de no pertenecer, de no valer lo que todos pensaban. Al final se sentía en una zozobra de vida en la cual era un invitado indeseado donde todos le soportaban con apenas el mínimo de tolerancia. Sabía que no era así, que sus amigos y familiares eran sinceros, que se preocupaban por él, que estaban pendientes, que había algo errado en la forma en que percibía el mundo, pero aún así el sentido de abandono le abrumaba.
En su mente se asomaron algunos rostros, eran personas que le habían hecho daño; entendió que tenían sus problemas y que no habían deseado lastimarlo, que el mundo era así, y que al final del día ya les había perdonado, por ello no podía culparles. Ellos siguieron con sus vidas, ajenos a lo que pasaba en el mundo en que se había encerrado.
Con todo, la frase tan corta de ese último mensaje al mundo le causaba demasiado ruido, con él nadie entendería el porqué de su decisión; no quería que le detuviesen, pero sí que le entendieran. Quería hablarles de sus sueños de escritor, de su amor por los niños, del aroma de las flores y el amor que profesaba, del calor del sol en su piel y de ese último abrazo, tan corto, que le había vaciado el alma en esa despedida, de como tenía seis meses con esa cuerda colgando de la viga en el techo, de cómo cada noche la miraba de reojo mientras lloraba abrumado por esa soledad autoimpuesta; quería explicar tantas cosas y quizás, hasta pasar de ese trago amargo.
Una despedida como esa era un final sin ninguna gracia. Decidió bajar y escribir todas las cosas que sentía le oprimían, para que su epitafio dijese algo más que una simple tristeza, pero mientras aflojaba la cuerda movió el banco que le separaba del abismo.
Un ruido seco se escuchó, pero no hubo nadie con vida para escucharlo, solo una nota, con una pequeña línea, como testigo del final.
«No se culpe a nadie de mi muerte».