—¡Nany!
Tú no lo sabes, pero ese grito se ahogaba en mi garganta. Hace unos días que estoy aquí, en tu cercanía; he aprendido las costumbres, los lugares y hasta las horas en que puedo verte. Después de un par de días no he podido contenerme más y te he hablado. Te he gritado. Se me ha escapado, porque ha sido de manera inconsciente, no podía contenerlo más.
—Nany.
Esta segunda llamada ha sido más un ruego; con la primera ya habías detenido tus pasos y habías dado un sobresalto totalmente alarmada. Me recuerdas, de eso no me queda duda.
Te veo girar lentamente sobre tus pies; observo en cámara lenta el giro de tu cabello rizado, la fuerza de tus hombros encogidos, tu boca temblorosa y tus ojos azorados. Estoy ya a un par de metros, con mi respiración entrecortada y la garganta cercenada de incertidumbre; no sé que esperar de tu mirada.
Has gritado y brincado sobre mí con un abrazo inesperado; un abrazo fuerte, como aferrándote a la idea de que soy real y estoy aquí, frente a ti. Mi garganta por fin se abre y mis labios, trémulos, repiten ese mote que tanto amo sostener en mi boca.
—Nany.
Una sonrisa nerviosa nos consume mientras luchamos porque uno de los dos hable primero, diga lo que hay que decir antes de que sea [más] tarde.
—¿Qué haces aquí?
Mis ojos tiemblan; como anticipando que el sueño se rompe, me pongo a la defensiva librándote de mi abrazo y buscando las palabras correctas para no equivocarme [otra vez].
—Creí que te daría gusto verme, ¿Estuvo mal?
—No, no, no sé. Sí. Me ha tomado por sorpresa.
Tu rostro se llena de luz nuevamente, tu sonrisa plena ilumina mi semblante, y mientras me abrazas de nuevo se derriten mis reservas, esta vez te creo que me extrañaste.
—Estás más fuerte y más delgado.
Descubro que me recordabas más debil y robusto, porque yo no he cambiado, pero lo dejo pasar con una socarrona sonrisa, mientras te abrazo de nuevo. No me canso de tu aroma.
—¿De qué te burlas? bobo.
—Sí, bueno, me dio por hacer ejercicio, en cambio tú sigues horrorosa, ¿Cómo puedo quererte tanto siendo tan fea?
Tu risa me suena a paraíso, como si nada hubiese cambiado.
—Malo, me vas a hacer llorar.
—No es cierto, eres fea pero te quiero.
Te reíste fuerte, arrugando la nariz y entrecerrando los ojos, como si ese juego entre nosotros nunca se hubiera terminado. Bromeamos un poco, caminamos otro tanto, charlamos sobre la vida que ahora llevábamos, todo se escuchaba muy bien, parecía que fue una buena idea tomar caminos separados; entonces tu mirada me confesó algo antes que tus labios.
—Te he extrañado mucho.
—Yo aún te amo, creo que más que cuando te fuiste.
Por fin lo dije en voz alta y en parte fue mentira, no lo creía, estaba seguro. Cuatro años a 3,188 kilómetros de distancia no habían bastado para dejar atrás este amor. Te pusiste muy seria. Tu cara de nada era exactamente igual. Esta vez fue tu turno de tener la mirada temblorosa; me besaste.
Fue muy diferente a otras ocasiones, fue un beso adulto, con experiencia, apasionado, ansioso, cargado de emoción; limpió todas las dudas que me acompañaban.
Recargo mi frente sobre la tuya y siento que no pasó el tiempo.
Caminamos por el parque. Comimos juntos, bromeamos sobre el pasado y evitamos lo importante, hablar sobre el futuro. Empezó a atardecer.
—¿Dónde te estás quedando?
—¿Quieres conocer?
—Sí.
Estaba nervioso. Tomamos un taxi y llegamos a mi hotel, no era nada elegante pero bastante decente, caminamos de la mano, como si fuésemos una pareja, aunque hacía mucho que no lo éramos.
Entramos a mi habitación y me besaste de manera intensa, no me negué, lo ansiaba hace mucho; te sujeté contra la pared y tomé tiernamente tu cuello, dándote un beso dulce, rozando apenas tus labios.
—¿Recuerdas esto?
—Sí. Nuestro primer beso.
Me besaste con pasión, mientras desabrochabas mi camisa, me arrojaste a la cama y quisiste quitarte la blusa.
—Espera.
Me miraste confusa, no esperabas que te detuviera, no podía negar que no era un santo y tú ciertamente lo sabías, pero nunca nos habíamos encontrado en esta situación, era nueva para ambos.
—¿No te gusto?
Como respuesta me paré de la cama, te besé despacio, saboreando cada instante, cada gota que emanaba de ti, mis manos se colaron por tu blusa y lentamente la subí, hasta que salió por tu cabeza; estabas frente a mí, respirando de manera agitada, con tu mirada taladrándome, con tus pechos subiendo y bajando en un vaivén sublime, maravilloso; toqué tu piel para asegurarme que eras real y no otro sueño. Estabas ahí, perfecta, tangible; tu piel morena me invitaba a recorrerla con mis besos. Nos dimos otro beso cargado de ternura pero tan húmedo que me hizo temblar, mientras besaba tu cuello quitaste mi camisa, acariciaste mi torso mientras te quitaba el sostén…
—Realmente has hecho ejercicio.
Otra vez la sonrisa socarrona, ¿Cambié y no me di cuenta?
Nos tiramos en la cama apenas con la ropa interior, besé tus pies, tus tobillos, tus rodillas, tus caderas, tu vientre de mujer adulta y espléndida, me acerqué a tus pechos como quien encuentra un tesoro maravilloso, los besé y apreté lo suficiente para que se te escapara un gemido y me exigieras más. Tu piel y la mía se fundían en una sola y a momentos se entrecortaba tu respiración; toqué tu vientre y estabas empapada, entonces nos desnudamos por completo.
Estando sobre ti girabas tus caderas con una cadencia maravillosa, el botón de tu sexo recibía bastante presión y tu respiración era muy irregular; estabas muy caliente y mojada, me coloqué en posición de penetrarte…
—Espera… No fue así como lo planeamos…
Me hiciste sentarme en el respaldo de la cama y te sentaste sobre mí, estuvimos a punto varias veces pero te ganaba el pánico y solo te frotabas contra mí…
—Es que aún soy virgen…
—No pasa nada.
Te recosté sobre la cama y besé tus rodillas, fui bajando a tus muslos con pequeñas mordidas, temblabas mientras me acercaba más a tu sexo; ya en tu vulva empecé abriéndola con mi lengua, bebiendo de ti, subiendo y bajando, mordiendo un poco, jugueteando con tu clítoris y tus labios, explotaste un par de veces, apretando muy fuerte tus muslos y mojando copiosamente las sábanas, los dedos de tus pies estaban recogidos y mientras mordía tu muslo izquierdo temblabas un poco.
—Ya, por favor, estoy lista.
Me hiciste acostarme y me montaste, cuando juntaste nuestros sexos empujé tus caderas y entró hasta la mitad, ahogaste un grito y te abracé fuerte para que no escaparas; respirabas con mucha dificultad. Empezaste a moverte, podía sentir tus pechos duros como rocas frotarse contra mí, tu frondoso cabello derramado sobre nosotros y tu vientre hirviendo; te dejaste caer y fuimos uno, no hubo más dolor, solo besos y el delirio de nuestro amor consumiéndonos, nos reinventamos en muchas formas.
Se hizo de noche y te quedaste dormida.
Al otro día despertamos abrazados, y te di un beso, pero lo rehuiste.
—Esto estuvo mal.
—¿No lo querías?
—No, bueno, sí; no sé, es complicado.
—Explícame, a lo mejor puedo entenderlo.
Te levantaste envuelta en una sábana, diste un par de vueltas con la cabeza cabizbaja, me miraste con tristeza y cara de nada; escuché tu voz como un estruendo derribando el mundo. Mi mundo.
—Voy a casarme en 6 meses.
Muchas cosas pasaron por mi mente; pedirte que no lo hicieras, que te fueras conmigo, que me escogieras, quise recuperar los sueños que alguna vez tuvimos, pero la forma en que me miraste, tu rostro serio, me hizo saber que entendiste todo lo que pasó por mi mente. Nuevamente estuvimos fundidos en mente y alma como hace tanto, pero ya tenías otros planes.
Me derrumbé en cama sin decir nada, te vestiste y te marchaste. No volví a saber de ti hasta que me hicieron llegar fotos de tu boda, seis meses después.
Debiste decirme que estabas embarazada.
Tenemos que hablar.