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Terrores nocturnos.

Cristian Vera

Escritor amateur
febrero 3, 2016

Despertó de pronto, con el miedo calando los huesos, escuchando aún la voz oscura, gutural, llena de matices y horrores. Pero el mensaje era claro: no sigas escribiendo.

Tenía una historia que contar, conocía la verdad y no iban a detenerlo. Un dolor agudo en medio de la cabeza afiló sus miedos; el cuarto había perdido su luz y no podía más que sentir, más que escuchar: no sigas escribiendo.

Se aferró al relicario que su padre le había heredado desde los tiempos de la Conquista, cuando borraron de esta tierra a demonios ancestrales que ahora estaban regresando.

No querían que se supiera y silenciaban a quienes descubrían la verdad. Notó que aquello que le rodeaba no eran sombras, sino partes corpóreas, viscosas, informes, más parecidas a una pesadilla que a un animal extraño. Había elegido mal el campo de batalla. En la sierra virgen, esos monstruos aún eran poderosos, recibían sacrificios, la noche era su guarida y sustancia, y él solo era un hombre con su fe inquebrantable en que, con solo invocar al Señor, tendría poder para desterrarlos de este plano. Se había equivocado.

Llegó a ese poblado después de muchos días de viaje, caminando por recovecos y sufriendo penurias, pues los antiguos textos decían que el hombre que sufría precariedad se volvía fuerte contra el enemigo. Entonces había ayunado muchos días y caído en fiebres delirantes y espantosas visiones. Comprendió la cruda verdad. ¿Quién había escrito esos antiguos textos? Supo, en el fondo de su pecho, entre el punzante dolor en su cabeza, bajo el escalofrío de la negrura y la viscosidad de esos monstruos, que había sido un engaño. Mientras estos antiguos dioses se fortalecían, enseñaban a los hombres a quebrar su espíritu, para que no pudieran enfrentarse a la batalla que se avecinaba.

Un día atrás aún podía sentir el poder de los antiguos hombres protegiéndolo: tres hombres vestidos de blanco que lo acompañaban y le aconsejaban que esperara, que se hiciera fuerte, que no estaba listo. Un día atrás simplemente se fueron. Su orgullo por su sabiduría no lo dejó escuchar.

Y ahí estaba ahora, bajo un techo, rodeado de oscuridad. Pero el hombre es orgulloso aún ante el final, y se aferró al conocimiento erróneo de lo que le habían enseñado. Solo se escuchó un sonido seco, apagado, y el jacal que le habían dado fue tragado por la tierra. Aún podían ver la boca circular, repleta de dientes, engullendo a ese hombre valiente, pero tonto.

El anciano del lugar, quien sabía y había observado todo, habló a su pequeño nieto:

—Matías, aquí los hombres no valen nada. Este dios oscuro nos tiene a su merced y, mientras procuremos su voluntad, no se alimentará de nosotros, sino del extranjero.

Matías asintió y fueron a su jacal a descansar. La orden se había consumado.

Vivían engañados, porque llegaría el día en que el dios que vive debajo de la tierra, y sus hijos, los terrores de las sombras, se alimentarían de todos nosotros.

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