—«Tienes que saltar».
No estaba seguro de que fuera un sueño, pero la escena era vívidamente realista. Ahí estaba yo, en la punta de esta escalera, parado ya no sobre el peldaño, sino en el descanso para herramientas.
—«Es una posición muy peligrosa, un paso en falso y puedes caer».
Esa frase taladraba mi mente, pero no me hacía bajar a peldaños más seguros. Recapitulé todo lo que había visto a lo largo de este «sueño», pero era tan vívido, podía sentir la brisa de manera tan real, que no dejaba de preguntarme qué era todo esto. Y recordé.
En el primer instante del sueño, yo era tan pequeño que no podía sujetar la escalera. A mi lado estaba mi madre, y era ella quien dibujaba por mí al pie de esa pared.
Sí, había una pared. En ella pude ver dibujados los sueños de mi madre, los que para ella eran el tesoro que debía perseguir. Yo apenas sonreía y tocaba la pared con mis manos, tratando de sujetar los colores que encontraba, pero aún no tenía control sobre mis dedos.
Instante a instante, mis piernas y mis manos se hicieron más fuertes. Era todo un orgullo para mí poder erguirme y pintar esas líneas informes, pero que, en lo recóndito de mi mente, me dibujaban como un campeón, alguien a seguir.
Adquirí control sobre mi forma de pintar. Ya podía verse un sentido en mis sueños, y mi madre ya no estaba sola; las personas a mi alrededor ovacionaban mis creaciones. Decían que me deparaba un gran futuro, que debía prepararme y ser esto o aquello. Así que, frustrado, empecé a subir, alejándome de esas voces.
A mis sueños les crecieron herramientas que me permitían dibujar aquello que pasaba por mi mente. Quería ser artista, pintar e inventar como Leonardo, esculpir y detallar como Miguel Ángel, escribir como Shakespeare. Quería borrar la línea entre la magia y el arte. Y entonces sucedió.
Era incapaz de terminar las obras que empezaba; mi ambiente siempre era cambiante, siempre con viento, con lluvia. Debía sujetarme fuerte o caería.
Diversos caminos se ramificaron de la escalera, y anduve por unos más tranquilos.
Pude mirar el muro de manera más amplia. Había infinidad de gente subiendo por intrincadas escaleras, pintando cada quien su propia historia.
Disfruté mi historia. Me crucé con mucha gente, algunos buenos, algunos malos, otros perdidos en historias raras y perversas, otros que no se movían, pero brillaban con una luz resplandeciente.
Por un breve momento, amé y fui amado sin esperar nada a cambio.
Me asombraba la cantidad de cosas que pintaba. Caí por una cascada, pasé hambre y frío, viajé por tantos lugares bellos, maravillosos, excelsos. Vi la pobreza del hombre.
Seguí ascendiendo en la escalera de la vida, siempre mirando arriba, buscando horizontes donde triunfar.
Entonces noté los peldaños.
Cada peldaño tenía un número.
Los míos terminaban en 30.
Mis herramientas se habían gastado, no tenía ni un lápiz con qué dibujar.
La última punta se había roto.
Miré abajo y todos me observaban. Sus bocas mudas me querían decir que era el fin del camino, que no había más allá.
Subí al descanso de herramientas, tratando de superar el fatídico 30.
32 era el número del descanso.
Entonces escuché la voz.
—«Tienes que saltar».
Alcé la vista y vislumbré la más hermosa luz que pudiese describir. Me balanceaba sobre ese peldaño y quería subir más, pero mis lápices gastados me decían que por fin llegaba a la meta.
Sentía mi vida plena, quizá con ganas de más, pero al final de cuentas, había vivido sin tantos miedos, con gusto por la aventura, con la esperanza de avanzar más allá de ese número 32.
—«Tienes que saltar».
La voz se repitió. Cerré los ojos y salté, pero no caí.
Cristian falleció a las 23:22 hrs. del jueves seis de agosto del 2015. Le sobreviven su madre, sus hermanas, amigos y mascotas. Se espera que se eleve una plegaria por el bien de su alma, pero quizá no sea necesario; se le halló con una sonrisa mientras se le llamaba para ir al trabajo. Infarto al miocardio, dijeron los doctores.
Él nos dijo que no le quedaba mucho y se despidió de todos hace una semana, dando gracias por los buenos momentos y por las pruebas también.
¿Se puede saber cuánto se va a vivir?