Imagen del artículo

Tú no sabes nada.

Cristian Vera

Escritor amateur
febrero 14, 2002

[El pasado se hace presente, se vuelve un anhelo de lo que ya no será… El presente se acaba y no vuelve jamás. El tiempo no perdona, es constante, es voraz; se lleva las ganas, destruye, reclama, ansía acabar. Con ello me dice que, aunque ya te has ido, aunque no te encuentro, nunca te irás.]

Fiel a mi costumbre, volteé a verte en tu primer baile. Eras la chica nueva; era constante que hubiese chicas nuevas. En ese negocio, la novedad es importante, y tenía la sana costumbre de mirarlas bailar y desnudarse la primera vez que llegaban. Era importante hacerlo para olvidarlas después. Ya te había visto cuando llegaste; desde entonces, supe que eras distinta. Llegaste con jeans, camiseta, tenis y una mirada de ciervo asustado. Estoy casi seguro de que nunca habías entrado en un lugar como este. Te veías asombrada y cohibida; también estoy seguro de que tampoco habías visto a tantas mujeres pasearse con tan poca ropa. No eras la primera que llegaba y estrenaba su primer “show” desnuda en este lugar, pero aun así había algo diferente en ti.

Cuando subiste al escenario, ya te habían anestesiado con algunas copas, cortesía de la casa, por supuesto, para agarrar valor, porque se necesita valor para quitarse la ropa frente a lobos famélicos. Lobos hambrientos que pagan por devorar niñas como tú durante el desayuno. Pero tú brillabas con una luz distinta. Tu piel era nacarada, sin ninguna cicatriz visible a primera vista; tus pies eran preciosos, casi como recién hechos, tus dedos bonitos, tus uñas rectas y bien cortadas; tu figura, esbelta y perfecta, con pechos pequeños, con pezones mirando siempre hacia arriba, rosados y desafiantes; tus manos pequeñas con dedos largos y cuadrados, cabello castaño y ojos color miel; tu nariz pequeña y respingada, tus dientes perfectos, tus labios aún rosados. Algo no cuadraba entre tú y las demás mujeres que llegaban ahí.

Entonces vino a mi cabeza el recuerdo de las niñas ricas riendo y comprando en las plazas, fanfarroneando sus compras sin azoro alguno por los precios; niñas mimadas, de familia, dulces, inocentes, con avidez de experiencias fuertes, o lo que ellas creen que son experiencias fuertes. Ellas se veían así de perfectas como tú. Ese era el mundo de donde venías.

Mientras bailabas desnuda, te miraba a los ojos, descubriendo tu dulzura, tu avidez de experiencias, tus ganas de jugar a ser libre, a ser grande, a vivir el mundo, o lo que crees que es el mundo. Te descubrí jugando a ser tú sin conocerte bien. Es una lástima que no te pudiste ver.

Bailaste desnuda de pudores; los dejaste enraizados en las ropas que perdiste al entrar al camerino, y mientras bailabas me mirabas con la conciencia amordazada, producto del alcohol ingerido para darte valor. Y mientras te miraba, iba descubriendo tu belleza, esa que aquí nadie busca y por eso nadie encuentra. Te vi tan bella al ir conociendo tus misterios, esos que se escondían en tus ojos. Cosas que en nadie he visto y que en nadie encuentro. Me encontré descubriendo las puertas a tu alma, tan ingenua, tan guardada.

Me he asombrado al mirarte queriendo conocerte, y tú me has descubierto. Y has desviado tu mirada a tus adentros. No puedo negar que también te he mirado con deseo, pero la sana costumbre para anestesiar se ha convertido en algo más.

La noche ha pasado sin mayores incidencias que tú sonrojándote cada vez que me acerco para ofrecer algo a las mesas donde te has sentado. El que me mires de esa manera tan intensa me turba, porque en mi pecho empiezan a bullir sentimientos de que algo especial me ha encontrado. El final de la noche se acerca y, cada vez que te tengo cerca, haces brincar mi corazón. Esto no es solo deseo, esto es amor. Es amor ingenuo, adolescente, lleno de sueños y matices; de caricias no dadas y siempre anheladas, del deseo de encuentros furtivos, de alegrías, de pudores y deslices. Mira qué lugar para encontrar el amor.

Eché muy joven en falta a mis padres y brinqué de lugar en lugar hasta que pude escapar. Sin padres ni familia, tratando de no morir en las calles, trabajando en cualquier cosa sin realmente saber hacer nada. Con 18 años, encontré trabajo en lo único que mis escasos estudios me permitieron ejercer: llevando copas a niñas para después ser devoradas por lobos. Tú, una niña rica y mimada de 23 años que nunca ha salido de casa y que, por orgullo y capricho, ahora trabaja desnuda y se embriaga. ¡Qué par formamos! Mira dónde nos hemos venido a encontrar.

Esa noche me has contado tu historia. De no saber hacer nada, has tomado la decisión que te ha parecido más fácil para matar dos pájaros de un tiro; para darle en la madre a tu padre, te has vendido. Una “amiga” te ha invitado a bailar desnuda para ganar dinero con tu cuerpo, sin saber hasta dónde te ha de llevar este cuento. Te he platicado la historia que yo conozco: que aquí llegan mujeres como vacas al matadero, que es la necesidad la que les ha obligado a este juego, que no es fácil y muchos lo odiamos aunque deje buen dinero. Te cuento cómo he visto morir el brillo en muchos ojos, esfumarse la belleza tácita de sus silencios, ver convertirse en polvo sus anhelos, apagarse sus ideas, sus esencias. Repito que ahí solo valen sus pechos y la desnudez entre sus piernas. Te has reído y me has dicho que exagero. Tú, aunque mayor que yo, no sabes nada. De vivir no sabes nada.

Un día de tantos, ya pasada de copas, este amor se nos fue de las manos. Nos robamos un beso ahí, en los pasillos, libres de miradas ajenas, libres de presencias obscenas, con un dulce clamor de besos robados. Ahí, de ti me he enganchado. Tú lo supiste y consentiste el mudo amor que albergaba mi pecho. Lo supiste y, desde entonces, jugaste conmigo, llamándome siempre “niño”. Niño me decías, mientras, entre besos, amor me pedías.

Se nos volvió costumbre irnos juntos, caminar por las calles, cenar, jugar, tomar nuestras manos. Nunca pude evitar verte desnuda cada vez que bailabas, ni tú pudiste evitar sonrojarte ni seguirme con la mirada a donde iba.

Desde entonces, tu nombre habitó en mi boca, recitando un futuro para dos. Un día te pusiste seria, nos mudamos juntos y el romance brotó. Por fin pude vivir el amor en tu piel. Era una promesa verte desnuda cada mañana, ver tu sonrisa, tu piel nacarada. Jugábamos a ser niños persiguiendo la felicidad. Pero la vida siempre tiene sus matices.

Empezaron los problemas en el trabajo. Nos volvimos descuidados. Sin disimulo, me besabas en cualquier parte sin medir el riesgo. Para ti, todo era un excitante juego. En las mesas tomabas mis manos, invadías mi espacio, jugabas con mi corbata mientras servía. Cuanto más pasaba el tiempo, en más problemas me metía. Es verdad que por las noches la pasión era delirante, pero comenzaba a ser frustrante verte con otros. No importaba que en esa casa fueras la niña bonita y a nadie se le permitiera tocarte; un día habrían de hacerlo, y la sola idea me mataba. Menudo problema enfrentaba contigo.

Un día, un cliente nos vio besarnos y el gerente tuvo que convencerlo de que lo imaginó. Una botella de ron bastó. Me exigió prudencia y cuidado al besarte, porque no siempre iba a haber amigos para salvarme. Era más que obvio que estábamos juntos, aunque estaba prohibido salir con alguien de ahí. Sabía que un día me correrían por ello, que quizá moriría de hambre, y aun así me faltaban fuerzas para dejarte de ver.

Las cosas pasaron de grises a negras. Quería abandonar ese lugar, aunque ahí estabas tú para enjugar mi alma. Tu nombre, invocado, me hacía olvidar todo lo malo. Marina. Marina te llamabas, o te hacías llamar. Yo, pobre; tú, rica. ¿A dónde íbamos a parar? Odiaba no poder darte más. Me sentía pequeño e imberbe ante ti. Odiaba venderte, llevarte, ofrecerte. Jugar al padrote exigía mucho de mí.

Un día me puse serio y te senté a platicar. Te propuse dejar esa vida atrás. Como niño que era, estaba lleno de sueños y creí que solo nuestro amor bastaría para salir adelante. Te ofrecí mil planes, y tú los escuchaste con paciencia. Yo proveería para darte lo que estabas acostumbrada a tener. Yo, con mis brazos y mi conocimiento de saber hacer nada.

Te reíste y me besaste. Cambiaste el tema y solo dijiste: “Mi niño, qué dulce. Bien están las cosas, olvida eso, te digo. Tan solo eres un niño, no pienses en cosas que nunca vendrán”.

Mi sangre hirvió en mi cabeza. Yo ya no era un niño. Me había convertido en un hombre. Tú me habías convertido en un hombre. Empecé a gritar que tú no sabías nada, que eras tú la que se había ido de su casa para vivir de puta, por necedad al principio y por gusto al final.

Esa palabra cortó el aire como un cuchillo. Pude sentir el peso del silencio y tu mirada asombrada, azorada y furiosa, hirviendo con intensidad, hasta volverse gélida. Abriste la boca para decir algo, pero de tus labios no salió nada. Te levantaste, terminaste de arreglarte para el trabajo y nos fuimos en silencio.

Quise disculparme, pero no supe cómo reunir el valor que tan estúpidamente adquirí al usar ese adjetivo. Llegamos, y todos notaron que algo había pasado, porque no hubo bromas como siempre ni la miré al verla bailar. Me sentí avergonzado y no pude mirarte a los ojos como solía hacerlo.

Recuerdo cada detalle de lo que siguió. Un cliente frecuente te pidió en su mesa, otro mesero te llevó, y después de unas copas bromeabas con él. Tomaste su mano, la llevaste a tu pierna y lo dejaste hacer. Frente a mí lo hiciste tocarte.

El trabajo de todas, el que siempre te negaste a aceptar. Nunca lo habías hecho. Todos supieron por qué lo dejaste hacer: por dañarme, por matar entre líneas lo que llamabas amar. Amor puro, amor limpio, ingenuo, que buscaba darte un lugar.

Fue como un filo impoluto desangrando mi ser. No pude ver más. Escapé a la cabina de audio y no me atreví a salir. Solo miré detrás del cristal esa escena común que, a partir de entonces, me pareció vulgar: su mano en tu pecho, la otra en tu sexo, mancillando tu vientre, apagando tu boca con besos obscenos, cual lobo feroz, convirtiéndote en un bulto sin voz.

Callé. Callé y lloré como un niño.

Entraste, tan fría, rehuyendo mi vista para no hablar.

Solo supe decir que mi corazón se rompió, que era mía la culpa, que yo lo busqué.

Ese fatídico día, febrero 14, empecé como infante y como adulto acabé. Te pregunté en un susurro, apenas un murmullo, si ese era el final. Una suave respuesta, anegada en llanto, me indicó que sí. Inmediatamente saliste de ahí.

Me prometí entregarte tu libertad. Aunque el hambre me matara, aunque mi corazón me rogara, no volvería a tus pies.

En febrero 14 me hiciste crecer. Me hiciste volar.

Esa noche no llegaste a casa. Ya con el sol en la ventana, empaqué mis cosas. No tenía sentido esperarte al volver, así que, sin despedirme, me marché.

Dejé mis camisas blancas, mis zapatos y corbatas, y nunca más mesas serví. Ese día, un rodante escritor me volví.

Pasaron muchos años. Me encontré en mejor circunstancia. Y entonces, un día domingo, a lo lejos te vi.

Tú no me viste, pues no estabas sola; te llevaba del brazo un cliente de tantos que llegué a conocer. Te veías muy triste, con una mirada sin vida, en un silencio sepulcral; tan vacía de ideas que quise olvidarme de lo que un día sentí.

Me dio pena tu historia: de niña mimada a mujer alquilada, a quien un día amé.

Me dio tristeza tu historia. Al dejarte en el lodo, pasados los años, ahí te volví a encontrar.

Los comentarios están cerrados.